Cuando hago trámites y debo escribir mi profesión en el papel, anoto “profesor”, porque es la actividad que me da sustento y que desarrollo con más seguridad. El resto es vago e intermitente, a veces muy intenso, otras veces menos y a ratos parece que se trata de una crisis total. Por eso, la docencia es la actividad que puedo esgrimir con más estabilidad. Además, lo he hecho durante los últimos 20 años. Actualmente trabajo en la Universidad Andrés Bello y en la Universidad Diego Portales, pero he estado en todas las que han existido, menos la Universidad Católica. A partir del año pasado logré limitar el tiempo que dedicaba a la docencia porque normalmente me ocupaba toda la semana, pasaba de una universidad a otra. Además de la docencia, hablando de lo que genera plata constante y sonante, están los proyectos FONDART que son versiones remuneradas de mi vida artística.
Me fue pésimo con la bitácora porque es similar a un trabajo. Tendría que escribir: “Estoy escribiendo en la bitácora”. Usualmente no pienso en este asunto porque creo que detenerme a reflexionar sobre el ocio lo echa a perder. Hago mucho alarde de una vida ociosa, con muchos tiempos muertos no planificados, pero nunca existen las intenciones de ocio propiamente tale. Es decir, no voy a un lugar y digo: “Ahora voy a pasar una hora haciendo nada”; se supone que siempre voy a hacer algo. La semana que escribí la bitácora no registré nada como ocio porque sólo escribía cuando hacía algo, no escribí en los momentos en que hacía nada. Además, no me gusta escribir, lo evito. Al leerla, parece que soy el tipo más trabajador del mundo.
Me considero pintor más que artista visual. Entre las artes visuales, la disciplina que posee una relación más confusa con el ocio es la pintura, porque la actividad de taller parece muy productiva debido a que esconde el trabajo inmaterial tras una producción concreta. Sin embargo, a todos los pintores nos pasa que pensamos una tela con tal intensidad que es totalmente ocioso. En la bitácora podría haber escrito: “Pensé una tela por 7 horas y logré hacer 1”, y ahí evidencias una desproporción que es lo que se podría calificar como ocio. De todas formas, no me parece tan claro como podría pasarle a un publicista que repentinamente señala: “Me voy a quedar viendo una hora el paisaje para ver si se me ocurre algo”. Este tipo de cosas no me pasan.
Hay un patrón de mi bitácora que he conservado desde la adolescencia. Normalmente cuando debo ir a un lugar parto temprano para llegar adelantado a la hora. Además, suelo ir caminando entonces me demoro muchísimo. Entonces entre las actividades que tengo, hay tiempos muy grandes. En ese sentido, los tiempos que podría llamar de ocio se tratan más bien de tiempos útiles lentificados.
Los jueves son mis días de taller, pero en este momento estoy en una situación de crisis, no estoy pintando mucho, así que voy poco al taller. Ahora dedico más tiempo a la música y a unos planes para unas películas. No estoy con mi calendario normal, que funciona bajo la idea de que los miércoles en la tarde parto desde la Universidad Andrés Bello de Bellavista a mi taller para quedarme ahí durante la tarde y volver el jueves por el día. El resto de los días hay turnos para ir a dejar y buscar a mis hijas, particularmente una que recién entró al jardín este año entonces quien va a dejarla a las 8 de la mañana debe ir a buscarla a las 12. Ese tiempo de 4 horas que tengo que usar en la casa antes no lo tenía, así que ahora busco actividades que pueda realizar en este rato. Ahora hago cosas vinculadas a la música, trabajo en el computador. A veces empiezo preparando una clase, busco imágenes que se vinculen con la clase, después paso a otra cosa y termino viendo videos de música que me interesa. He visto películas completas en ese rato. Es una especie de estudio extraño que termina en cosas totalmente inútiles, cuando el punto de partida era la utilidad. En otra época, cuando contaba con estos tiempos, trabajaba en unos guiones y antes hacía muchas cosas en internet.
Hace 10 o 15 años tenía más horas de taller y de ocio, situación que cambió cuando tuve hijas. Pensaba que el ocio era una condición relevante para ser un artista diferente a los demás. Sin embargo, con el tiempo me deshice de esta idea y de otras como, por ejemplo, que hacer clases era la contrapartida de ser artista. Creía que trabajar en la docencia significaba que no recibía los ingresos que esperaba de mi actividad artística y, además, era restarle tiempo a ésta. Les pasa a los actores que trabajan de meseros: lo perciben como algo contrario. A medida que pasó el tiempo cambió mi parecer y encontré que cuando hago clases tengo más contenido y reflexión artística que cuando pinto. Es decir, vivo la parte seria del arte en clases y la parte adolescente que persiste y me avergüenza se manifiesta en la pintura, en el taller. El tiempo de clases se convirtió en algo importante para mí.
En ambas universidades donde realizo clases, hago un taller de segundo año que aborda los problemas y las lógicas que existen en los talleres de artistas. Estas clases duran alrededor de 5 horas y consisten en revisar las obras y conversar. Es una dinámica parecida a la de taller que se diferencia solamente en el contacto con los demás. Yo lo que trato de hacer es oponerme a la lógica del proyecto de arte o de cualquier proyecto, que señala que inicias con una idea inmaterial que luego atraviesa un proceso material para terminar en un producto que es evaluado nuevamente desde una perspectiva inmaterial. Les enseño a los jóvenes que esa cadena posee el problema de que sólo las ideas buenas terminan en cosas buenas, las ideas buenas mal ejecutadas también terminan en cosas malas y las ideas malas sólo pueden ser malas. A partir de mi experiencia de taller, muestro que la creación no funciona siempre en ese orden pues a veces primero está el material, luego el proceso y al final está la idea. En otras ocasiones, primero está la evaluación y luego el producto. Esta lógica de proyectos para trabajar en taller se presenta de tal manera que parece que debe preservarse, cuando en realidad debería observarse el trabajo de taller para ver cómo funciona. El primer sistema excluye malas ideas que pueden terminar en grandes cosas mientras que el segundo salva muchas situaciones. Además, el sistema de proyectos excluye una parte interesante del pensamiento pues hay personas que no funcionan con ideas abstractas. La caricatura que representa “El pensador” de Rodin —que es un tipo cuya gestualidad muestra el pensamiento como una especie de caracol que conecta el cerebro con el brazo— no es la única forma de pensar. De hecho, más bien parece una manera de cagar.
En mi caso, el divorcio entre pensar y hacer se produjo por tener hijos y poco tiempo. El pensamiento lo desarrollo en clases, mientras que no lo hago mucho en taller. Por eso, la organización que pide la bitácora para mí fue abolida. No tengo el conflicto de que, si hago clases, estoy perdiendo tiempo de taller.
Ahora necesito menos tiempo de taller y lo empleo de forma más dirigida. Es decir, si tengo exposición trabajo mucho, si no tengo exposición trabajo poco. Ya no me ocurre que pinto algo sin saber en qué va a terminar, aunque es deseable. Hoy no tengo ninguna exposición y no puedo pintar. A raíz de este problema del uso del tiempo, otra de las cosas que empecé a realizar hace 5 años fue responder las invitaciones para realizar murales. Me invitan a un lugar, digo “Perfecto”, pinto el mural una semana más o menos, se muestra el tiempo que dura la exposición y luego lo borran. La primera vez que usé este sistema de trabajo fue en Praga. Estábamos con Francisca viviendo en París; mientras ella estudiaba en la Escuela de Bellas Artes, yo trabajaba repartiendo sándwiches, sin taller y con poca actividad artística. Los talleres eran caros allá, costaba mucho armar algo. Los trabajos que hacía para Chile se componían de varias partes que se armaban después con el fin de no usar mucho espacio para poder enviarlas al país y no tener este asunto ocioso de taller donde tienes muchas pinturas y pasas de una a otra. Estaba obligado a hacer una pintura más programática, planificada. En este tiempo nos hicimos amigos de Silvina Arismendi que tenía una galería llamada “Galería Parásito” y que estaba en Praga. Se ubicaba en distintos lugares de la ciudad —calles u otras galerías—, ponía un cartel que decía “Galería Parásito” y así funcionaba. Ella inventó una residencia que consistía en dos semanas de trabajo y un día de exposición en una fábrica abandonada de Praga, una especie de matadero gigante. Cuando me invitó, pasé de ser la persona más frustrada a decir: “Por fin voy a volver a tener un taller”. Compré pinturas, me encerré e hice en quinces días lo que hago durante un año. Parecía a ese pintor que sale en “Historias de Nueva York” de Scorsese. Tenía música que antes no tenía porque trabajaba en una biblioteca; fue volver a lo que hacía. Cuando terminé el mural, expuse un día y luego lo borraron. En Chile repetí varias veces esta forma de trabajo y de alguna manera produjo que la pintura se volviera un asunto casi deportivo pues el día antes me preparo para los que siguen. Son días de trabajo intenso y parecidos a los de taller. Normalmente no tengo un plan de trabajo, sino que traigo fotografías, cosas que me gustan, las instalo en el lugar y armo la obra a medida que sucede, muy concentrado. Es una forma de trabajo por temporadas, parecida a los tipos que hacen performance: una semana trabajo intensa y después no hay mucho hasta la nueva invitación.
Google cambió mis tiempos de ocio porque los volvió productivos. Hay muchas imágenes y material con el que trabajar. Mi relación más dura con las redes sociales ha sido con Facebook porque estuve un tiempo, me salí, volví a abrir la cuenta y nuevamente la cerré. Todas las veces terminó muy mal porque si un oficinista revisa Facebook diez veces al día, yo lo veía 29 millones de veces en el día. Era muy obsesivo y se volvió una situación desesperante, además, de sentir mucha decepción sobre los seres humanos y las cosas que piensan. Ahora, hace unos días, me metí a Instagram porque no podía aguantar no tener nada y resultó una lata, es muy fome. Las situaciones de hiperconexión son terribles para mí. De hecho, el taller siempre ha sido un refugio, es un lugar donde no tengo mucha comunicación, no hay nadie. Por lo mismo, evito el trato con los artistas que están en el mismo espacio. También en mi taller mantengo una situación de desorden que no puedo tener en otro lugar. En Praga descubrí la idea de que todo sea simultáneo, que no haya un programa jerarquizado en mi espacio de creación.
Conversábamos con mi hermano Rafael y Francisca sobre el trabajo de un artista, cuando él comenzó a cuestionar la noción de trabajo para referirse al arte. Le encontré razón. Me desagrada la idea del valor del trabajo como una norma ética, muy pequeño burguesa y vulgar. Lamentablemente la ética del trabajo como un signo de dignidad se está introduciendo en el mundo del arte. La ética del trabajo, la coherencia, la retribución por el esfuerzo, toda la ética del matinal más huevón se está metiendo en el campo artístico y creo que eso es lo que estamos viviendo estos últimos años. Mis alumnos se sienten ofendidos constantemente por cosas que en mi época uno pedía para distinguirse de los demás.
Actualmente el artista se rige por los mismos marcos normativos que los otros trabajos, pero también la misma moral. Me hice artista pensando que iba a tener una moral distinta, pero no es así, qué se le va a hacer. Nosotros fuimos formados en otro régimen, uno más despótico y aristocrático, y no vinculado al dinero. Cuando ibas a la Escuela de Arte de la Chile el tipo miserable que provenía de Lota salía pensando: “Me cago en los demás”. Por el contrario, ahora es un sistema democrático clásico. No estoy seguro si es para mejor, lo que quiero decir es que les pasa a todos los viejos culiados del mundo. Estas nuevas propuestas atentan contra la concepción de arte que tenía y me duele a veces, he tenido encontrones con mis estudiantes. Pienso que esta actitud es hipócrita porque es inevitable que un artista quiera imponer su modo de vida. Mis estudiantes me dicen que no quieren imponer nada, que son como todo el mundo y trabajan como todo el mundo, pero ojalá no fuera verdad. No hay trabajar como todo el mundo. Hay que hacerse cargo cuando tu vida es infinita e injustamente mejor que las de otras personas. Si dices: “Estuve trabajando 8 horas en el taller al igual que tú que estuviste trabajando en la construcción”, me parece una maldad. Ambos trabajaron 8 horas -si quieres llamarlo así-, pero no es lo mismo. Hay que pagar un precio por ser artista; que es hacer el ridículo y decir huevadas para que la gente te pifie; estar en una posición minoritaria. Si quieres ser libre, tener la aprobación de todos, que te digan que eres igual al resto y el major a la ves y un ser moral que es un ejemplo para el mundo, no puede ser. Los artistas somos una lacra y una bendición de la humanidad.
Es un pensamiento bastante católico y anticuado, pero creo que si tienes una vida licenciosa y libre debes pagar un precio que es no cumplir con la norma. Además, la gente te puede escupir y decir lo que piensa. No puedes ser bueno, agradable, amable y respetuoso si decides ser libre, tienes que elegir. El precio de esta libertad es que, si digo algo, el resto me responderá que soy un imbécil, un machista, una mala persona, un cerdo burgués, un huevón. No me gusta que me traten de esta forma, pero me parece justo, es la venganza justa. A los empresarios les ocurre lo mismo: si eres Sebastián Piñera y tienes más dinero que todos, lo justo es que la gente te diga “Hijo de puta”, que no puedas salir, que necesites un guardia que te defienda o que quieran secuestrar a tus hijos. Es normal porque es el precio de que te guste la plata.
Al comienzo no reparaba en el valor de mis pinturas, pero con el paso del tiempo he visto que se habla mucho del problema del valor de las cosas. Pinto con materiales que son pencas y baratos, sin embargo, algunas personas consideran que mis pinturas son valiosas. En otras palabras, se ubican en la bisagra donde te planteas si es un pedazo de madera con un moco o el moco está bien puesto en el pedazo de madera. Por supuesto que no utilizo ese discurso porque iría contra el negocio, por plantearlo de alguna forma. Me gusta jugar con la idea de que yo no poseo el precio finalmente, aunque es una herencia del siglo XX.
Cuando pinto espero que la persona que vea el cuadro experimente lo que antes me ocurrió a mí, es decir, yo no pinto para enseñar algo, sino que hago cuadros como consecuencia de algo que aprendí. Soy el primer testigo de la obra y espero que a los otros les pueda pasar lo mismo. Tengo una posición solidaria con los demás porque me cuestiono si es valioso lo que produzco o no. He visto algunas obras y he pensado: “No sé por qué, pero está increíble”, para más tarde cambiar de opinión. Hay cuadros que consideré increíbles, pero los veo y pienso: “¿Cómo es posible esta huevá?”. Sufro cuando pienso en la persona a la que se lo vendí porque tiene un choapino colgado, ¿cómo le explico que me lo cagué sin saber? La magia que encontré en el cuadro se va. También pasa con canciones que piensas que son geniales, pero las escuchas 3 meses después y no te producen nada.
El reconocimiento de las personas es importante para mí porque empecé a hacer arte, en parte, buscando que los demás me salvaran. Si me preguntan para qué hago arte, yo respondería que para exponerlo. Nunca he hecho un cuadro pensando que no voy a mostrarlo, sólo tiene un sentido de relación. Me pasa algo similar con la navidad; yo no haría regalos si no es porque viene la navidad. Es un tema relevante para mí, pero trato de no pensar mucho en eso porque es una pregunta sin salida y se hacen cuadros muy malos si le das vuelta a la opinión de los demás. Además, normalmente me pasa que tengo una idea equivocada sobre lo que piensa el resto. Creo que les pasa a todos los artistas que hacen obras pensadas para incautos, que se caracterizan por ser bonitas o fáciles de digerir y que se van a vender, y otras interesantes que sólo pocos van a entender. Siempre hago esta distinción y me equivoco. Cuando pienso que una obra no se la podrá tragar ninguna persona, las viejas se la pelean; si considero que hay otra candy eyes, como se dice, no pasa nada. Tengo una idea equivocada del gusto de los demás, pero posiblemente es mi ventaja artística, ya que hago cosas bonitas sin manejar lo que el resto piensa que es bonito. Cuando entienda lo que las personas buscan todo se va estropear porque quiero pura aprobación.
El arte visual es frustrante, no te quiere nadie. Es decir, pintas y expones para un grupo que después de 20 años es difícil no conocerlos a todos porque quienes van a las muestras son las mismas 50 o 100 personas desde hace años. Este mundo es muy lento pues uno tiene la sensación de que han ocurrido cosas, pero recién después de 10 años se perciben. También es poco importante, poco urgente: el mundo de las artes visuales no está en la palestra. Por este motivo, es difícil hablar en términos de éxitos y fracasos. Además, los artistas visuales chilenos aniquilamos la posibilidad del fracaso. Si realizaste un video que no se ve, se trata de la no visión. Aniquilamos la posibilidad de fracaso porque nos molestaba la idea de perder, pero también lo hicimos con la posibilidad de éxito que solo reconocemos si ocurre en el extranjero. En este sentido, los artistas hicimos un trato de no agresión, que señala que nadie va a salir dañado, pero tampoco nadie saldrá de este espacio. Por otra parte, en Chile no está la coordenada del dinero, nadie gana mucho y quienes estudiamos no lo hicimos con ese propósito. Ahora las generaciones son diferentes, pero el éxito no existía para mi generación, ninguno pensó que iba a vivir de esta huevada. Entre los artistas de mi edad recién Iván Navarro introdujo esta posibilidad.
Los artistas de mi generación no iban hacia ningún lado, no tenían conexión con la producción actual ni el arte contemporáneo, no sabían lo que ocurría en otras partes o en el vecindario. Esta situación ha cambiado, se conocen algunas fórmulas de éxito. Además, en Chile si ganas un premio internacional, como Sebastián Lelio, el resto va a desarrollar esa actividad pensando que puede ganar algo.
La tecnología hizo bien para las artes visuales. Recuerdo que los artistas de mi época recurrían a la Enciclopedia Sarpe para aprender. Tampoco era fácil transitar entre distintas áreas por lo mismo; te podían interesar tres o cuatro cosas, pero no podías dedicarte a todas. Marcela Trujillo es una excepción porque a ella le interesaba la pintura, pero descubrió el cómic y comenzó a trabajarlo. Tengo la impresión de que a los jóvenes no les cuesta nada ahora.
El modelo de vida de los artistas se ha expandido mucho más allá de sus fronteras, no sólo por las matrículas universitarias, sino también por la tecnología que permite que haya mucha gente que viva como artista.
El ocio, en mi caso, es el recuerdo de un pasado glorioso. Mi actividad de taller es diferente de mi actividad de docente porque la primera es un homenaje a una persona que ya no soy, un adolescente inseguro. Desconozco por qué sigo considerándolo relevante, pero lo que hago allí es un ejercicio de regresión, es decir, vuelvo a esa situación. Una de las cosas que hago en el taller con frecuencia es mostrar mis cosas a la Francisca, a mis hermanos, a gente cercana con el propósito de conversar, aunque considero que esta parte es productiva, no ociosa. El ocio es privado y tiene que jugar con la idea de que no tengo responsabilidades.
Todo lo que hago es hobbie y todo lo que hago no es hobbie, es decir, si empezara a jugar racquetball pensaría que me voy a convertir en campeón de racquetball, no puedo hacer como que me da lo mismo. Esta idea de trotar no puedo entenderla, aunque corra una maratón o diez metros, no podría dormir pensando que hay otros que ganan. Cuando las personas dicen que trotan para mantener su salud o superar sus propias metas, pienso que no existe. ¿Cuáles son tus metas propias? Si corres es porque estás apurado y quieres llegar rápido, o quieres ser campeón de esa actividad.
Hay actividades culturales que califico como ocio. Tengo una experiencia que fue artísticamente importante para mí y que he contado varias veces a los estudiantes. En la adolescencia estaba obsesionado con el problema sobre si lo estaba pasando bien o lo estaba pasando mal. Cuando lo pasaba bien con alguna actividad, pronto se tornaba aburrida. Este problema de aburrido/no aburrido es relevante porque encontré dos instancias en que ese eje quedaba abolido: la televisión y la pintura. En el caso de la televisión, lo entretenido y lo aburrido no existe porque puedes ver un programa sobre cuchillos durante siete horas que te entretiene y te aburre al mismo tiempo. Dicen constantemente que es entretención, pero lo es en el sentido más aburrido de la palabra. Parece un narcótico. Debido a que no podía explicarle al mundo que era una persona dedicada a la televisión, finalmente opté por la pintura. No pude aguantar lo que me ocurría con la televisión porque me inhabilitaba socialmente, era muy deprimente.
La sociedad le asigna mucho valor al ocio, pero es un valor falso. Cuando la sociedad se enfrenta al ocio se produce una situación similar a la del discurso de la libertad, que señala que cualquier cosa que se le oponga, se acaba. Hay un discurso acerca del ocio parcialmente vacío. El ocio está en peligro de extinción. Las redes sociales e internet lograron que nuestros tiempos libres, los ocupemos en cosas que son trabajos en realidad. Escribir, opinar, buscar imágenes, clasificar archivos, todas son actividades que en mi época claramente eran trabajo y solían ser remuneradas. Ahora tenemos millones de personas trabajando gratis, generando insumos y dinero para Mark Zuckerberg en un tiempo que llaman ocio. Es extraño.
Además, se presenta el problema de la democratización de los deportistas o de los artistas: el turista más viejo y ridículo se compra una cámara y esos lentes gigantes que usan los fotógrafos de estadio. Para un fotógrafo profesional tiene que ser ofensivo que este señor le tome fotos a su mujer con un teleobjetivo sólo porque se volvieron más baratos. Sucede lo mismo con los tatuajes pues antes quienes se tatuaban eran los punks, los artistas, los presos que se ponían “Satán es mi amo”, pero ahora cualquier dueña de casa tiene un delfín. Todas estas situaciones, las siento como una pérdida de intensidad. En la medida que el ocio está repartido en todas partes, se pierde su intensidad para las personas que hicimos de eso nuestra vida.
El estilo de vida artístico al que el ocio solía pertenecerle está en divorcio con los demás estilos. Cuando una mujer punk que tenía escrito “Me cago en el mundo”, tenías garantizado que no iba al colegio, que no tendría hijos, que no iría al centro de madres, que no se iba a casar de blanco y que no iba a hablarle más a su abuelita. Ahora no, hay una suerte de flexibilidad.
Tengo muchas fantasías con la idea de la enfermedad, por ejemplo, que quizás me vuelva ciego o pierda una mano. He soñado con estar imposibilitado de trabajar y que el ocio sea una obligación, pero me imagino que no debe ser entretenido. Sólo es una fantasía recurrente, parecida a la de los niños que quieren tener yeso o frenillos; es algo que quiero, pero seguramente no lo voy a disfrutar.
Me molestan los feriados porque todos los huevones están en lo mismo, mientras que para mí era una conquista estar un día lunes a las 11 de la mañana sentado donde quisiera. Me encanta la idea de ser el único, pero esta conquista no parece cierta cuando las otras personas también tienen este tiempo. Por otra parte, las vacaciones son lo más alejado al ocio, es un momento que se planifica. Francisca trabaja en enero y yo sólo a veces, por eso salimos de vacaciones en febrero. No llevo nada para trabajar porque este tiempo es serio para mí. También son vacaciones cuando las niñas están en el colegio.
La paternidad ayudó a ordenarme porque me hizo percatar de que el tiempo que tengo para hacer cualquier actividad es sagrado pues es escaso. Antes no entendía bien cómo manejar mis tiempos, pero ahora poseo una valoración más exacta.
No hay ninguna jubilación posible. Cuando termine lo estoy haciendo, sé que no tendré dinero. Al principio me dolió mucho asumir esto, pero ya no me importa nada e incluso pasa al revés, me da lata ser Picasso. No quiero el éxito ahora.
Cuando llueve Jessica (39) y Álvaro (44) inmediatamente ponen un tambor en el patio para recolectar el agua que cae del cielo. Este rito instalado en la familia Holuigue González desde hace más de tres años es uno de los tantos que los ayuda a vivir prácticamente fuera del sistema ahorrando lo suficiente para necesitar solo 300 mil pesos mensuales, no tener Isapre ni AFP, visitar el supermercado lo menos posible, no ver televisión e incluso fabricar su propio detergente. Esta pareja con tres hijos: María Ignacia (16), Álvaro (14) y Antonia (10) decidió en un momento de su vida “bajarse del tren del consumo” y priorizar lo que necesitaban y no lo que querían. “Había cosas que no cuadraban y no entendíamos en qué mundo estábamos, donde el único fin de trabajar era ganar plata”. Álvaro recuerda aquella época en que se pilló trabajando más horas de las normales y viendo muy poco a sus hijos. Era 1999 cuando Jessica se cruzó en la vida de Álvaro, quien había estudiado Veterinaria y ya tenía algo de experiencia en el mundo del campo. Pololearon un año, se casaron y se construyeron una casa a 8 kilómetros al interior de Cartagena. “Tomábamos agua de pozo, la luz era de velas, y escuchábamos una radio a pila”, dice Jessica, asegurando que era idílico. Pero todo cambió cuando “no se cómo” –recalca– se convirtieron en empresarios del campo: con 8 mil gallinas ponedoras y mucha gente trabajando para ellos. Debieron contratar a una nana para los niños (que ya habían llegado) porque Jessica ocupó el papel de jefa comercial en la empresa. “Salía a las 8 de la mañana a vender a Santiago y volvía a las 12 de la noche. Pasaba por un hipermercado a comprar unos juguetes a mis hijos, a los que solo veía por fotos”. Sus niños comenzaron a preguntar cada vez que la veían “¿Qué me trajiste?” y la comida la pasaban a buscar a un restorán porque no alcanzaban a cocinar. “Sentí que había cambiado tiempo por plata”, recuerda con angustia la Jessica de hoy, que solo sale de casa para hacer clases de yoga.
Pero las cosas comenzaron a fallar. En 2007 el sistema les hizo una zancadilla: subió el petróleo, el maíz se fue a las nubes y el negocio dejó de ser rentable. Álvaro debió comenzar a trabajar como contratista para mantener el estándar de vida. “Una vez fuimos al supermercado y nos salió una cuenta de 180 mil pesos, y ¿qué llevábamos?, nada que realmente necesitáramos”, dice.
Decidieron irse a vivir a Llolleo para estar más cerca del colegio de los niños y arrendaron una casona de 400 metros cuadrados, con 5 mil de terreno en el mejor barrio de la ciudad. Álvaro viajaba por todo Chile para conseguir obras y trabajos. Prácticamente no estaba con la familia. “Seguíamos en el sistema para generar y generar lucas”, cuentan con un dejo de tristeza.
Algo no estaba funcionando. En el año 2011 Jessica tomó a los niños y se trasladó a Santiago y encontró trabajo en un mall como vendedora de ropa mientras su marido seguía en el área de la construcción. Esta nueva idea apenas duró un mes. Poco a poco se iba notando la crisis familiar, “y todo por mantener un estilo de vida que nadie nos estaba pidiendo tener”, se miran y reflexionan como pareja hoy.
El quiebre se produjo en enero de 2013. Nuevamente la mujer de la familia tiró el mantel, tomó una mochila, a sus tres hijos y se fue a Isla de Pascua. Sería solo por el verano, pero se quedó un año. “Recogía de la basura los muebles y utensilios. Los niños andaban todo el día sin zapatos, íbamos a la playa después del colegio, jugaban felices y sentía que me estaba haciendo cargo de mi vida. Creo que nos ayudó a crecer”, analiza ese momento bisagra en la vida de ambos, cuando trabajó como costurera ganando 4 mil pesos diarios y lograba sobrevivir. A Álvaro le costó un poco más cambiar el switch. “Yo seguía trabajando en la construcción. Me levantaba temprano y volvía de noche a una casa en silencio. Estaba solo dedicado a trabajar para enviarles plata a los niños. No imaginaba lo que vendría después”.
Cuando Jessica y los niños regresaron al continente Álvaro no reconoció a su mujer. Ella ya no quería que la plata fuera el centro de sus vidas, y se separaron. Había comenzado el verdadero cambio.
Santiago no logró ser una alternativa para Jessica. Después de un año en Isla de Pascua, decidió que no quería vivir en la capital. “No podía meterlos a un colegio con chaqueta y corbata”, dice. Era la convicción de que sus hijos debían seguir siendo libres y recibir una educación distinta.
Álvaro, quien siempre la apoyó, le comentó de un colegio en Cartagena que tenía educación alternativa. Jessica no lo pensó dos veces y partió en busca de una casa. “Todo el mundo nos decía: ‘¡Cartagena!, ¿estás segura que quieres vivir ahí?'”, recuerda.
Compraron una casa de 1948 de 95 metros cuadrados construidos. Álvaro comenzó a ir porque necesitaba unos arreglos. “La visión del mundo que tenía Jessica me hizo ver de otra manera la vida. No todo era trabajar para tener. Me di cuenta de que estaba perdiéndolo todo: mi familia, mi mujer, mi gusto por vivir”, reconoce. De a poco se fue quedando en Cartagena para reconstruir su nido y, de paso, su familia. Tres meses después le declaró a su mujer cuál sería su nueva vida: “Le dije: ‘Ya no quiero ser más contratista, me quiero salir del sistema, no quiero seguir trabajando así, quiero hacer lo que me gusta’”. Comenzó entonces a hacer jardines, a estudiar Permacultura (modelo ecológico que cuida la tierra, la gente y pretende un reparto justo) y dar clases de Biología en el colegio de Cartagena.Hoy esta renuncia los tiene viviendo sin angustias diarias, y están felices. Ahorran en todo lo que consideran innecesario, se compran ropa en la feria, no van a restoranes, no tienen auto, andan en bicicleta o a pie. Jessica no acepta ningún trabajo donde tenga que tomar locomoción. “Queremos decirle a la gente que no es necesario irse a vivir al Cajón del Maipo para cambiar la forma de vida”, dicen enfáticos en los talleres de cosmética y alimentación sana que realizan en su cocina recién remodelada con sus propias manos, donde resalta la madera nativa de un tronco del sector.
Primero entender el mundo, después entenderse uno dentro del mundo, que es parte de la conciencia y, por último, no dejarse vencer por las tentaciones de la publicidad que te dicen lo que debes tener o lo que debes hacer. Álvaro y Jessica cultivan la tierra en su jardín para obtener frutas y verduras; tienen maceteros con yerbas medicinales –no van al médico–; hacen trueque con los productores locales de huevo, miel, verduras, legumbres, quínoa o avena, y fabrican en casa su pasta de dientes, detergente, jabón, champú, desodorante y cremas. Ellos mismos hacen su pan, tallarines y las colaciones de los niños.
Solo necesitamos aceite, papel higiénico, servilletas, arroz y harina. Leche prácticamente no tomamos. De los artículos más caros consumen poco: pollo, dos kilos una vez al mes, carne, en alguna oportunidad y al pescado le dan una opción a la semana. Incluso, pueden ahorrar para hacer arreglos en el hogar. Decidieron sacar todo el cemento que rodea la casa para poner plantas y su próximo proyecto es proporcionarse por completo el consumo eléctrico (hoy pagan $ 13.000 mensuales) e incluso tratar de venderle al sistema interconectado los watts que les sobren como familia. “Quieren ser más sustentables”. Hoy su hija mayor se educa en casa a través de un colegio virtual. “Un día me dijo: ‘¿Por qué tengo que ir a un lugar que no me gusta”, recuerda Jessica, “y no tuve cara para obligarla, era yo misma hablándole al mundo”. El segundo irá a una escuela rural –ama el campo– y la más chica está matriculada en el colegio Presidente Aguirre Cerda. “Sabemos que nuestros hijos tienen que salir al mundo, pero entienden que existe esta forma de vida donde uno no tiene que ir a un trabajo que no le gusta solo por el dinero”, recalca Jessica, recordando que hoy viven con 300 mil pesos mensuales, consumen agua o jugo de fruta, decoran la casa con artículos autofabricados, tejen sus propios chalecos y enseñan educación ambiental en la municipalidad. “Para nosotros no es terrible que el supermercado esté cerrado un día feriado”.
Por Carla Pinochet
30 Enero 2018
Soy artista visual y profesora de arte de la Universidad Católica; en ambas actividades llevo 25 años. Tengo contrato estable en la universidad, desde hace poco soy titular. Me costó sangre, sudor y lágrimas como a todos, pero pasó. Mi obra requiere mucho tiempo, por lo que la mayor parte de los meses del año estoy produciendo. Sin embargo, actualmente estoy en un momento particular de mi producción y de mi vida, debido al trabajo que ha significado mi muestra retrospectiva, así que este mes no he trabajado en el taller, porque estoy en una etapa de planificación más que de creación. Es un paréntesis en mi rutina. La bitácora Me fue bien con la bitácora. Soy bastante auto-observadora, así que no surgió nada que no hubiera visto antes. Por ejemplo, me parece evidente que los tiempos y órdenes del trabajo artístico no son similares a los del común de la gente que posee un trabajo más o menos tradicional, sino que los momentos para la casa, el trabajo y las clases se organizan de forma intercalada.
Mi trabajo es el asunto más importante de mi vida, sin embargo, durante el último tiempo he tratado de controlar esta compulsión. Si no lo hiciera, me quedaría en mi taller hasta las 1 de la mañana, pasaría de largo. Los sábados y domingos tengo que recordarme que tengo una casa y una familia para frenarme. Intento no llevar trabajo concreto para la casa, aunque hay cosas que puedo hacer allí como, por ejemplo, tejer, que es un trabajo portátil. También, en las mañanas hago todo lo que se relaciona con la escritura de textos, porque no hay nadie en la casa y me resulta más fácil así.
No me levanto, tomo desayuno en la cama y me quedo ahí, ya que sé que es el momento más tranquilo para escribir. Otra práctica ligada totalmente a mi producción es que intento concentrar la lectura. Los lunes reviso las memorias de grado de doce alumnos, aunque sea mucho trabajo, porque prefiero no hacerlo los fines de semana a menos que sea estrictamente necesario. Me parece que pasar los sábados y domingos leyendo textos de los estudiantes no es lo más estimulante, así que sacrifico los lunes desde la mañana hasta la noche. Si no termino de leer incluso pongo el despertador a las 6 de la mañana del día siguiente para terminar de leer los últimos textos antes de la clase. Soy una persona muy programada porque lo necesito para mi trabajo. Por ejemplo, si tengo que realizar una obra que está constituida por nueve paños de tejido, cada paño de tejido son trescientas líneas y me demoro por cada línea alrededor de una hora; sé que no puedo dejarlo al azar, porque tengo ocho meses y si no programo bien su confección, no llego. Entonces tengo que hacer más de un paño al mes, lo que se traduce en una cantidad de horas que debo respetar por día, ya que de otra forma no recupero el tiempo no trabajado al día siguiente. El horario humano no permite tejer dieciocho horas continuas. Así ha sido usualmente mi trabajo y ahora programé este “descanso" hasta el segundo semestre, pese a que trabajé durante enero. Fue un paréntesis dentro de este paréntesis más amplio. Hay muchas cosas que son imposibles de anotar en la bitácora y que pasan por mensajes con mi asistente durante todo el día. Ella es obsesiva y trabajólica como yo, así que da lo mismo si son las 8 de la mañana o las 11 de la noche -aunque intento no hacerlo- para hablar y preguntarle por distintas cosas.
Ella responde contándome en qué está trabajando. No hay día en que no me comunique con ella, ya que va regularmente al taller y nos encontramos. En el caso de que no esté produciendo obra, nos organizamos para realizar las actividades pendientes. En otras palabras, hay muchas cosas que funcionan constantemente desde el mensaje, el correo y que es imposible anotar cuándo ocurren. Si manejo, envío mensajes de voz, y si estoy en la casa envío mensajes de texto para ser lo menos invasiva posible. Las ocasiones que hablamos por teléfono son pocas para no molestar tanto, pero nos organizamos así. En la universidad permanezco sólo para las clases y para esos trabajos un poco obligados que una tiene que hacer en alguna comisión. Ahora pertenezco a la comisión de categorización e incorporación que revisa los currículums de los profesores que se incorporarán o cambiarán de categoría. Además, estoy en la comisión de calificación de la Facultad, que se dedica a ver los antecedentes de todos los docentes para la calificación que se produce cada 2 años. Esta segunda comisión significa una reunión semanal y harta lectura, trabajo que todavía no inicio, porque primero el rector tiene que nombrar a sus representantes. Intento permanecer poco en la Escuela porque es compleja, no hay donde estar. Pese a que tenemos oficinas, la cámara de desagüe tiene un problema que genera una terrible hediondez en el primer piso y el ambiente suele estar frío. No existe una secretaria que ayude. Tampoco las relaciones interpersonales son las mejores, no es un lugar donde existe una comunidad. No vives peleando, pero saludas y te vas. Tienes buena onda con algunos, y bastante indiferencia con otros. Creo que he cambiado de distintas formas. Hasta el año 2010 mi taller estaba dentro de la casa, básicamente no sólo por el dinero, sino porque tenía hijos pequeños y era importante estar, pese a que el trabajo se vuelve extremadamente lento con todas las interrupciones. Te interrumpen: “Un minutito no más”, pero sabes que cagaste, que perdiste la concentración. Es muy molesto. El dinero también era un motivo, porque he tenido que mantener mi casa sola y no es un asunto fácil con dos niños, así que arrendar otro espacio no era una opción. Sin embargo, insisto, la razón que más pesaba era la presencia. Cuando trabajas en la casa el ritmo es más rotativo aún, es decir, la posibilidad de detenerse parece más difícil, aunque sea necesaria. Estás pensando constantemente y no puedes hacerlo de otra forma, porque en algún momento de la vida te crecieron un cerebro y unos ojos que te impiden dejar de notar las cosas que percibes. En la casa sigo pensando, tomando nota y haciendo muchas cosas. Los últimos años surgió la posibilidad de tener asistente, básicamente por el presupuesto. Tuve asistentes antes para proyectos concretos, pero por menos horas y con una dedicación menor; en cambio, Fernanda está disponible para ayudarme en 20.000 cosas distintas.
Esto fue una opción familiar, es decir, está dentro del presupuesto familiar, porque es la única manera de comprar algo que yo no tengo: el tiempo. Fue bacán. Cuando cumplí 45 años –ahora tengo 48- pensé que, en el mejor de los casos, me demoro en promedio un año por proyecto. Si pretendo trabajar hasta los 75 más o menos, me quedan 30 trabajos por hacer, entonces debo seleccionarlos muy bien porque no puedo dedicarme a hacer tonteras, no puedo perder mi tiempo. Así que empecé a priorizar y a destinar tiempo a las cosas importantes, sacando rápido los trabajos menores. En el fondo, traté de optimizar los tiempos, sobre todo porque la década de los 40 y 50 son las más importantes en términos de producción para un artista, porque es el periodo más maduro. Estos años son vitales. No funciona siempre evidentemente, pero lo he tratado de hacer. También, aunque siempre lo he hecho, desde ese momento traté de ser más consciente de los proyectos que tomaba. Nunca he hecho las cosas a medias, ni pensando “da igual, total nadie se va a dar cuenta”, sino que me involucro con todo, por eso intento ser responsable. He tratado de redoblar este esfuerzo, de estar más atenta, lo que se potenció con la retrospectiva en el Museo de Bellas Artes. Fue un ejercicio que consistió en vaciar y exponer una parte importante de mi trabajo para luego preguntarme con qué quiero seguir, ver formas de distribuir los tiempos y pensar también en la calidad de vida. Los cambios tecnológicos facilitaron la potencialidad del contacto constante, lo que ayuda, pero también esclaviza. Recuerdo que cuando era directora de la galería MACCHINA entre 2010 y 2012 fue terrible: mientras preparaba una exposición importante para el MAVI, que significó mucha pega, era casi imposible tener una hora continua de trabajo en el taller, porque debía responder un correo, una llamada o aprobar algo. Hay que proponerse apagar el celular y avisar que no estarás disponible hasta cierta hora. En ese sentido, involucra autodisciplina. Antes enviabas un correo y no existía la cultura de responder rápido; la respuesta podía llegar 3 días después y todo estaba bien. Hoy en día no haces eso. Ya no se reciben 3 correos, sino 25 e intentas inmediatamente vaciar la bandeja de entrada para que no se acumulen. Finalmente te vuelves aparentemente más productivo, pero no sé si juega a favor o en contra de tu calidad de vida.
Por eso la autodisciplina es relevante, para frenarse. Acerca del trabajo El fin de mi jornada laboral, en términos de horas, corresponde al momento en que llego a comer a mi casa. Por lo general, ocurre en la noche, pero no tan tarde porque tengo seis gatas y una gata necesita medicamentos. Intento que no sea después de las 9, a menos que esté en un periodo que requiera de mucha producción y que, por lo tanto, signifique no dormir mucho. Trato de que no pase ahora, pero tuve que pasar de largo para la última exposición. También los fines de semana intento no ir al taller, excepto en estos periodos excepcionales de mucho trabajo. Hay ocasiones en que las mañanas de los sábados y domingos están destinadas a escribir. Pese a lo anterior, no existe un límite interno para mi actividad artística, es inseparable del resto de mi vida. Me puedo sentar a tomar nota cualquier día o instante si creo que debería hacer algo, así lo recuerdo. Estoy llena de listas “to do” en formato analógico y digital, pero sobre todo del primero, porque me encanta rayar el papel. La identificación con mi trabajo siempre ha sido de este modo, desde la universidad. Cuando estaba en primer año tuve la típica crisis donde te cuestionas, porque sientes que el arte no le importa ni le ayuda a nadie y que es una huevada egocéntrica. Desde este punto de vista, me parecía terrible ser artista. Nunca pensé renunciar al arte, pero evaluaba la posibilidad de desarrollar una carrera paralela con educación diferencial para ver cómo estas herramientas podían ayudar a otros. Sin embargo, tuve un momento de introspección y autocrítica, y llegué a la conclusión de que era inevitable que fuera así.
No sé si mi obra tendrá una función más concreta y directa para el ser humano, desde el primer año en la escuela nunca he dejado de hacer obra, ningún semestre de mi vida. Mi producción funciona de manera similar a mi cabeza: la planificación es rápida y constantemente tengo muchas ideas que no puedo concretar por falta de tiempo. Nunca pasé por el típico bajón de que terminas una entrega y al día siguiente no sabes qué harás, porque ya tenía dos o tres ideas para después. En ese sentido, he sido un poco máquina, no he parado. Siempre hago el mejor esfuerzo con mi trabajo, intento no hacerme la lesa con algo. No puedo soportar la actitud de: “Oh, hay una mancha allí, pero nadie la va a notar”. De todas formas, pasa, pero se debe a que con los años vas calibrando y te percatas que el ojo propio no es igual al del resto. La mancha de color blanco sobre fondo blanco nadie la verá, así que no es necesario rehacer todo desde el principio. No obstante, hago mi mejor esfuerzo, lo que el trabajo necesita, no tiene relación con lo que yo quiero. Hay ciertos proyectos que demandan plata, tiempo y esfuerzo físico, y pese a que este último me tiene mal, lo realizo porque así debe ser. Tengo problemas con el hombro y la espalda por el trabajo. Aparte de estos dolores más crónicos, a veces sufro de las muñecas y de los dedos, aunque depende de la época. Por lo mismo, creo que se me pasa la mano. El reconocimiento externo es gratificante, pero no le creo mucho. Pienso que los premios pertenecen a un contexto y, en ese sentido, no le presto mucha atención, soy “quitada de bulla”.
Quizás se debe a mi formación en una casa alemana, eso es bien protestante. Mi familia no es religiosa, sin embargo, posee una ética del trabajo donde no importa lo que está pasando al lado, ni lo que están haciendo los otros, pues el trabajo consiste en superarte a ti mismo. Cuando fui a Venecia me entrevistaron bastante y una de las preguntas solía ser: “¿Y ahora qué?”. “¡Ahora nada! Me levanto igual y voy a la Escuela a hacer clases”, era mi respuesta. No es como si hubiese llegado a algún lugar y si lo hice, es una posición súper frágil. Mi propósito siempre ha sido hacer el trabajo lo mejor que pueda. Sé que llegué a un lugar muy bueno, no soy ciega. Además, es bonito cuando recibes un reconocimiento, que la gente asista, te salude y te envíe mensajes, pero vivo separada de la farandulilla, no me interesa mucho. Más que fracasos, creo que hay un punto donde se ajustan las expectativas. En mi caso, opté por quedarme acá en Chile porque tuve mis hijos cuando estaba muy joven. Entonces acepté que, si vivía y producía aquí, definitivamente hay lugares a los que no llegué por un tema de contexto.
Sé que no estaré en la primera liga. Finalmente, entre las posibilidades que podía desarrollar, opté por producir acá, lo que ha tenido hartas ventajas, principalmente porque un trabajo que está basado en la manualidad es difícil realizarlo en otra parte. Si estuviera en Nueva York lo tendría todo cerca como, por ejemplo, las tiendas fantásticas de Blick art materials que tienen la tontera que pensaste cómo solucionar durante 2 meses a 2 dólares. Sin embargo, eres una artista entre ocho millones más por lo que resulta muy difícil destacarse. Además, sería imposible pagar asistente allá. En Chile eres un poco cabeza de ratón, que no es tan malo, y desde aquí puedes ir a ciertos lugares donde nadie te conoce. Básicamente entiendes cómo poner en funcionamiento tu trabajo y hasta dónde va a alcanzar, así que no lo veo como un fracaso, sino más bien consiste en renunciar a ciertas cosas desde un principio de realidad. Si algo no resulta, busco otra posibilidad pues lo que me importa es que el día que muera diga: “Hice siempre el mejor esfuerzo”. A propósito de lo que mencioné acerca del cuestionamiento de la función social del arte, me he percatado que a través de la docencia realizo parcialmente este rol, más allá de la eventual posibilidad de que mi trabajo produzca algo en una persona. En la universidad imparto clases de taller y memoria de grado, es decir, básicamente guío los proyectos de los estudiantes que cursan su último año. La docencia posee una dimensión material que permite mantener mi casa y, a la vez, una dimensión de contacto que me procura una actitud crítica y bastante informada sobre lo que está pasando, pues finalmente los estudiantes inquietos te muestran cosas constantemente. Además, en general en el ámbito social suelo aislarme, así que es un momento para contactarme con el mundo. De todas formas, intento conservar una balanza en torno a mis tiempos de soledad. Me gusta ir al cine, por ejemplo. Por otra parte, cuando más veo series es mientras trabajo porque dejo los capítulos reproduciéndose. Tejo, bordo y escucho las series, es un doble placer, lo paso muy bien. Pero si es muy buena visualmente, la guardo para verla con detención. Además, a veces necesito vaciar el cerebro y no ocurre si estoy en silencio porque me escucho constantemente.
Esto me da un tiempo de evasión. Si hay algo con lo que no dudo en endeudarme es con la obra. Es una inversión que, si debe pagarse con tarjeta de crédito, se paga con tarjeta de crédito. He tenido la posibilidad de ganar fondos y becas que aprovecho, pero una siempre sale para atrás con el dinero. Supongo que no hay FONDART que resista, siempre es más lo que una necesita. El mercado chileno funciona más para los pintores. El coleccionista chileno tiende a ser conservador y si bien varios logran vender sus obras, a veces se vuelven esclavos de este sistema, porque dejan de investigar debido al riesgo de cambiar y dejar de gustarle al mercado. Si pierdes ese dinero, ya no pagas la luz de la casa. Parece cliché, pero es así. En mi caso, no vendo muy seguido, pero vendo más o menos bien porque mis obras son grandes, entonces no son baratas. El dinero que gano lo empleo como una ganancia extra que aprovecho para arreglar el techo de la casa, por ejemplo, o para invertir en mi trabajo, por ejemplo, si vendo algo y con eso puedo pagar el pasaje para ir a alguna feria. Sobre el ocio Es difícil definir cuáles son mis tiempos de ocio porque son cosas que no tienen nada que ver con mi actividad artística. Si hay algo que me gusta mucho es jardinear y no está anotado en la bitácora. No lo hago todos los días, sino que una o dos veces a la semana riego mis plantas, les saco las hojas secas y limpio el macetero. Ahora estamos dedicando tiempo al cuidado de la casa, pintamos varias paredes y arreglamos el techo. Después de los trabajos del maestro, todo quedó lleno de aserrín y polvo que se metieron por detrás del clóset, así que el sábado estuve 12 horas aspirando y metiendo mi ropa a la lavadora. En otros momentos de mi vida, tejer es otra actividad que hago, aunque ha sido por trabajo y ocio al mismo tiempo. Me ha costado retomar la lectura ociosa. Por un lado, debo leer los textos de la Escuela que básicamente no es leer, es como sufrir.
Por otro, dado que estoy trabajando con texto en mi obra, selecciono los libros que me interesan, tomo apuntes mientras leo, uso banderitas de post-it para marcarlos y anoto las cosas que más me sirven en libretas que tengo para cada uno. No puedo disfrutarlos simplemente. Realmente estoy sufriendo en este minuto, porque quiero sentarme a leer una buena novela y me cuesta debido a que la textualidad está involucrada en mi trabajo. He disfrutado mucho de la lectura en mi vida, pero ahora sufro con los libros feos, las tipografías asquerosas, los que traen dobles espacios o interlineados malos. Por otro lado, durante el último tiempo me reencontré con la música. Antes no escuchaba música cuando trabajaba porque me perdía en las canciones y sentía que era una falta de respeto no prestarles atención, aunque suene tonto. Ahora intento mantenerme alerta para escucharla. Otra actividad de ocio que realizo usualmente es caminar. Voy a pie a la Escuela, lo que me toma media hora de ida y otra de vuelta. Si tengo que ir a Irarrázaval por algún trámite son 20 minutos. Me gusta caminar porque adoro estar sola, cosa que es difícil de entender para la gente cercana, pero bueno, lo paso muy bien conmigo misma. Me ha costado entender el ocio como un aporte pues por mucho tiempo pensé que era una pérdida de tiempo que me impedía avanzar con mi trabajo. No obstante, me di cuenta de que pienso mejor cuando hago otras cosas. Hace unos meses tenía que decidir si iba o no a Arco en febrero, lo que significaba dinero que había que invertir y tiempo que no quería estar trabajando debido a esta pausa que me propuse. No sabía qué hacer hasta que agarré un tarro de pintura, me senté en el suelo, corrí las plantas y pinté el patio interior de mi casa, y se aclaró todo en mi cabeza. Dije: “Ya, voy a ir porque es un momento importante y es una inversión, ya que me gustaría sacar una parte de esta muestra fuera de Chile”. Finalmente pienso mejor cuando muevo las manos. Tengo la impresión de que existe una mirada sobre los tiempos de ocio que los califica como una pérdida de tiempo y de poca productividad, particularmente porque el mundo busca la rapidez y la eficiencia. Si una persona va a la piscina todas las tardes es un flojo, y si yo dedico muchas horas a mi trabajo también está mal. Entonces es difícil encontrar el punto medio. Varios colegas me molestan porque creen que soy una masoquista, aunque en realidad disfruto mucho lo que hago y me siento privilegiada por dedicarme a lo que me gusta. Es verdad, me canso y me duele el cuerpo casi permanentemente, pero no muero. A las personas les cuesta entender que uno se dedique con tanto compromiso a algo. En general los artistas son súper comprometidos con este trabajo porque es una opción de vida que no es fácil de tomar. Sin embargo, para las mujeres es más difícil que para los hombres, hay un factor machista. Me tocó vivirlo cuando mis hijos eran pequeños y asistían al jardín infantil: si viajaba por alguna exposición, era una mala madre que los dejaba con su papá o su abuela y no se preocupaba de ellos. Es asqueroso. Desde mi experiencia, creo que es mal visto que una mujer tenga este nivel de compromiso con su trabajo, cosa que no les ocurre a los hombres. Todos piensan que une mujer es neurótica si alza la voz en una reunión y se enoja, pero si es un hombre se dice que tiene personalidad y carácter. Hay un doble discurso. Considero que no hay tiempos no productivos. Todo sirve, aunque depende para qué. Si salgo a caminar o hago trekking porque me encanta la naturaleza indudablemente me sirve para el alma, para percatarme de lo minúsculo que somos y el lugar que ocupamos en el mundo. Cuando caminas y sientes el aire más fresco, escuchas el sonido de las hojas que pisas en otoño o te fijas en la persona con que te cruzas en la calle, eso ya sirve. Hacer una actividad que te permita estar en el presente, aquí y ahora, sirve. Es difícil pensar que una actividad sin un objetivo previsto será inútil. Estamos vivos, así que aprendemos todo el rato. Tanto el proceso de producción como el resultado material son importantes cuando hago una obra. Si pensara que sólo es relevante tener una obra lista, bonita y colgada, probablemente no trabajaría como lo hago. Entiendo mejor mi trabajo en el proceso de creación pues ahí pasan muchas cosas que me llevan a pensar más obras; no me concentro únicamente en cómo va a quedar. Por ejemplo, la primera vez que calé fieltro me percaté que un resto era muy bonito, así que lo guardé y años más tarde lo usé para otra cosa.
Si hubiera mandado a calar en láser, nunca me podría haber dado cuenta de ello. Eso aprendí a hacerlo hace tiempo. Este tipo de cosas puede pasar en cualquier momento, por eso mencioné que uno no deja de aprender o pensar. Intento estar atenta todo el tiempo. Ahora junto insectos que encuentro mientras camino por la calle y, aunque tengo un proyecto, no sé exactamente qué haré con ellos ni cuándo tendré tiempo. Cuando una es artista trata de vivir lo más conscientemente posible porque no sabes el momento en que surgirá algo que te servirá para tu obra o para otra cosa en la vida. Soy optimista en la vida, pero todos los días tengo consciencia de que me voy a morir. Mi preocupación es que cuando muera sienta que hice todo lo que tenía ganas de hacer y que estoy lista para partir. No es una preocupación tan trágica. Hay todo un ámbito de cosas al que ya renuncié: no estudié biología, no fui entomóloga, aunque hubiese sido bacán dedicarme a eso. No obstante, ahora dibujo los insectos y los fotografío. Experiencia biográfica Nunca he tenido un descanso obligatorio, es decir, por enfermedad. Me las he arreglado de una u otra forma para trabajar porque –fuera de broma– tengo lumbago desde los 30 años y migrañas desde los 12 años más o menos. El dolor es una constante en mi vida, aunque obviamente hay gente que sufre mucho más y no pretendo compararme con esas personas. He pensado qué haré el día que ya no pueda trabajar y probablemente me dedique a escribir. Siento que la escritura va a llegar en algún momento de mi vida cuando mi hombro presente algún problema mayor o la tendinitis no dé para más y no cuente con ayudantes que sean una extensión de mis manos. La enfermedad está presente, no está en una nebulosa. En mi vida las vacaciones, los feriados y fines de semana históricamente han sido: “¡Qué rico! Voy a poder ir más rato al taller”. El jueves termino mi última clase, así que tengo viernes, sábado y domingo para hacer cundir mi tiempo, y el lunes volver a la Escuela. Ha sido siempre esta lógica. Los momentos de vacaciones reales son pocos pues la mayor parte de los viajes son por trabajo. Cuando puedo llevo a mis hijos, aunque son pocas las veces que me he dado ese espacio. Recientemente he tratado de darme más tiempo para mí misma y aunque me ha costado, ha sido súper bueno, porque se dan conversaciones profundas con mi pareja o mis hijos que finalmente son importantes para mi producción. Sé que espacios como esta pausa que me estoy tratando de dar son positivos y por eso me había propuesto no hacer obra, para obligarme a remirar y reevaluar. Si estoy sentada mirando por la ventana en Valparaíso, no es que esté perdiendo el tiempo, sino que probablemente esté pegadísima viendo cuántos colores tiene el mar y dónde está la división entre el cielo y el agua. Hay un punto donde se borronea la línea y no puedes fijarla. El día que me quede ciega no sé qué va a pasar, pues paso viendo o midiendo. Tenía ganas de tener hijos. Lo habíamos conversado en esa época con mi pololo (con quien después fue mi marido) y resultó que se adelantó un poco: Martina nació cuando tenía 23 años. Me hizo bien tener hijos mientras estaba joven porque siempre me vino bien esa energía. Estuvieron integrados a todo, desde que los fotografié. Martina estudió arte, aunque no sé si se dedique a ser artista. El año pasado me ayudó a preparar los murales de servilletas con doble faz. Por otra parte, Javier me ayudó con el montaje. Lo único que quería era aprender a montar para cuando yo no pueda hacerlo. Está convencido de que tiene la responsabilidad de cuidar ese patrimonio.
Él no estudió formalmente nada aún y dudo que lo haga, porque pertenece a una generación que viene con otro formato. Ha estudiado cursos breves de distintas cosas y ahora se dedica a la permacultura, tiene cultivos para reproducir distintos tipos de semillas. Durante mucho tiempo intenté mantener a mis hijos separados de mi vida artística. Al principio les tomaba fotos, pero nunca fue una oda a la maternidad, sino más bien eran mis objetos de estudio. Yo creo que lamentablemente todas las mujeres que hemos sido madres tenemos una culpa que viene profundamente grabada en el corazón debido al tiempo que no destinamos a estar con ellos. Sin embargo, hace tiempo me reconcilié con ese sentimiento porque entendí que soy artista. No sé si les hizo mal o bien, pero al menos les he dejado un ejemplo de compromiso de dedicarse a lo que uno quiere. A veces pienso que es contraproducente porque mis hijos me han visto trabajar tanto que no es lo que quieren hacer en su vida, me dicen: “No quiero trabajar tanto como tú”. Durante varios años tuve el taller afuera y mi actividad artística no estuvo tan ligada con mis hijos.
No obstante, con la retrospectiva me percaté que no era verdad, que nunca se separaron, como cuando vi a Javier montando las fotos donde él estaba pequeño lavándose los dientes. Finalmente, ellos me han visto trabajar toda la vida y eso se traspasa solo. Hay una manera de entender el mundo que está permeada por este quehacer. Nosotras abrimos los ojos de nuestros hijos al mundo y sólo podemos hacerlo desde lo que hacemos. En este sentido, lo que observen va a estar filtrado y eventualmente tendrán una resistencia hacia esta perspectiva, porque a veces los hijos quieren ser lo contrario a uno. Los marcamos desde el principio para bien o para mal. Si no me despiden por un motivo particular, debería hacer clases en la Universidad Católica hasta los 65 años porque allí hombres y mujeres jubilan a la misma edad. No creo que jubile de hacer obra, quizás solamente cambie y realice menos con el tiempo. Me programé para pagar mi casa antes de jubilar; cuando se me presentó la oportunidad reprogramé mi crédito hipotecario para terminar 5 años antes de lo acordado. Fue bueno porque podrán ser 5 años más para ahorrar, insisto, si no me despiden. Mi casa es antigua, así que es grande. Por lo mismo, he pensado que cuando mis hijos se vayan, me llevaré el taller para allá, pero por ahora voy a arrendar una bodega para guardar mis materiales. En el fondo, cuando no reciba el sueldo por docencia, no podré arrendar una casa aparte para el taller. No he planificado más que eso, aunque nunca he pensado que alguien va a solucionar mi vida.
Es la primera vez en mucho tiempo que tengo una pareja que vive conmigo y que pagamos las cosas juntos, pero en general mi vida ha sido pagar todo por mi cuenta. Cuando tienes dos hijos y debes mantener una casa sola, si no te programas, ¿cómo lo haces? El dinero no cae del cielo, no va a aparecer mágicamente. Yo soy una artista “hormiga”, que no se come todo hoy para tener que comer mañana.
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